jueves, 13 de enero de 2011

Amanecer

Cuarto día en Garrucha. Suena el despertador; ya son las 8:00. Hoy no remoloneo, hay algo importante que hacer. Salgo de la cama y cruzo al baño de un salto, así no sentiré el frío matutino del apartamento sin calefacción. Me lavo la cara. Vuelvo al dormitorio a vestirme. Me pongo doble capa porque espero más frío del habitual. A la cocina. Rápidamente elijo algo para despertar a mi estómago. Agua. Leche de soja con chocolate. Eso valdrá. Beso de despedida y voy al salón a coger las llaves del piso. 8:08, hay que salir ya. Bajo apresuradamente la calle Tenis. A estas horas no soy el primero en llegar al Paseo Marítimo. La gente trabaja ya en el puerto. Camiones entran y salen, y algunos coches llevan a la gente al trabajo. Algunos tienen trabajo, pero yo tengo mi tarea y no me entretengo. Paso el puerto y llego a la playa.

Allí me doy cuenta de lo limpio que está el cielo almeriense, como sólo un cielo de invierno puede estarlo. El mar tiene un color azul cobalto y un brillo metálico que no perderá en todo el rato. En un amanecer hay un factor sorpresa, y es que no sabes el momento exacto en el que el primer rayo de sol va a asomar por el horizonte, así que tienes que estar muy atento. Sé que es inminente, porque unos pequeños cirros, muy pegados al horizonte, están teñidos de arrebol, marcando el lugar que hay que vigilar. Hace frío y parece que el tiempo se estira... Entonces me doy cuenta, acaba de asomar. El primer rayo no ha sido verde, pero sí mágico. Me acerco a la orilla mientras el sol sube y se va transformando en un semicírculo primero, en una vasija después, hasta que se separa del horizonte dejándose una lágrima pegada a éste, que rápidamente se disuelve. En los minutos siguientes van aumentando los reflejos en el agua hasta formar una columna de luz bajo el sol. El cielo está limpio y la luz es brillante. Duele mirar, pero miro. Los colores van pasando de cobre, a bronce, de este a oro, y a oro blanco, pero no se pierde el brillo metálico en ningún momento.

Pienso en los bichos que hay bajo el agua, que algunos se despiertan ahora y otros se irán a esconder. La columna de luz apunta a la costa norte de Argelia. Me acuerdo de la madre de mi novia, que vio este espectáculo sobre el Nilo. Pienso en el culto al sol como divinidad y lo entiendo. Pienso en la muerte. Cada momento del amanecer, cada segundo, cada instante, es distinto uno de otro. Mañana esta sucesión de momentos serán distintos e irrepetibles. Concluyo que la belleza está en lo efímero y esto hace que se aprecie con más intensidad. Me acuerdo del eclipse total de sol: belleza sobrecogedora en un suspiro. Pero también hay una belleza duradera, una belleza eterna, formada por la sucesión de momentos, no por los momentos particulares. Cómo las plantas repoblan, poco a poco, un monte quemado. Cómo salen y se pulen las montañas. Cómo nacen y mueren las estrellas en nubes de gas. Quizás eso me atrajo de la astronomía en un principio, la posibilidad de contemplar la belleza eterna, sin prisa.

Pero ahora hace frío y el sol se eleva. Decido volver a casa a entrar en calor, escribir esto, y disfrutar de una chirimoya madura. Otra vez lo efímero...